Cada niño es auténticamente único. Las deferencias entre los niños se manifiestan muy pronto después de nacer: algunos bebés son nerviosos e irritables mientras otros son más calmados y tranquilos, de la misma manera que son más sociables o les cuesta apegarse. Los psicólogos utilizamos el término temperamento para definir estas características biológicas, que cuentan con un importante componente genético determinado por influencias del periodo previo al nacimiento. Por ejemplo, muchos estudios han indicado que el estrés de las madres embarazadas y la dieta pueden ejercer efectos en el desarrollo del cerebro, lo que tiene consecuencias para las características conductuales del niño y para su desarrollo. Existen también factores genéticos y sus variaciones que influyen en la estructura cerebral y en el temperamento de los niños.
Por tanto, la arquitectura básica del ser humano se desarrolla antes de que nazca el niño, pero después del nacimiento, las experiencias que tenga ese niño van a desempeñar un papel importantísimo en el desarrollo de los caminos cerebrales. Hasta los dos o tres años después del nacimiento, se desarrollan muchos sistemas que son importantísimos en nuestro cerebro y que van a permitir su desarrollo máximo, especialmente los que utilizamos para gestionar nuestra vida emocional, como sería, por ejemplo, la respuesta al estrés.
Inmediatamente después de nacer, se produce un incremento espectacular del número de conexiones o sinapsis en todo el cerebro humano. Al cumplir el primer año de vida, el cerebro de un niño tiene casi el doble de conexiones si se lo compara con el de un adulto. Esta sobreabundancia de conexiones y caminos gradualmente decrece a lo largo de la infancia, a medida que muchos de ellos son “podados” y desaparecen. Muchos factores contribuyen a esta disminución, como por ejemplo la influencia de las experiencias. La actividad de un camino cerebral, determinada por la experiencia, decide si una conexión particular habrá de debilitarse o se estabilizará como parte de una red permanente. Éste es un factor clave para la “plasticidad” del cerebro en desarrollo y que nos va a permitir, a etapas tempranas, compensar al máximo posible retrasos madurativos o trastornos neurobiológicos que se suelen diagnosticar en etapas posteriores.
Todos estos aspectos tan importantes para el desarrollo cerebral dependen de las experiencias que vive el bebé con las personas que le cuidan, El cuidado de los niños depende también de la tolerancia de éste. La finalidad es que el bebé no se estrese demasiado. Pero si este proceso de estrés persiste durante demasiado tiempo o se cronifica durante semanas o meses puede tener efectos muy perjudiciales para su cerebro. Nosotros como adultos podemos gestionar el estrés de múltiples maneras, y deshacernos de nuestro propio cortisol: hacemos deporte, llamamos a un amigo, tomamos un baño relajante…pero el bebé no puede gestionar por si mismo un estrés excesivo, depende del adulto para eso. Si un bebé está lejos de su cuidador durante demasiado tiempo éste vive un estrés poco tolerable, porque le va en ello su capacidad de supervivencia. Un bebé necesita para sobrevivir de alguien que le cuide.
Así que hay que sostener en brazos al bebé, llevarlo de paseo, tocarlo, masajearlo, mantener el contacto visual, sonreír, jugar y divertirse con él, es decir, todo aquello que favorezca el contacto y que genere placer, ya que las investigaciones nos indican que las sustancias bioquímicas relacionadas con el placer ayudan a que se desarrollen las funciones superiores del cerebro y favorecen la gestión del estrés, protectores de la psicopatología.
Aparte de las experiencias existen influencias ambientales esenciales para un buen desarrollo cerebral. La exposición a un entorno lingüísticamente rico es de vital importancia si queremos que el niño desarrolle unas buenas competencias lingüísticas, de hecho, aprender más de un idioma puede ser un gran beneficio. Así mismo, para un buen desarrollo cerebral el niño necesita de una buena dieta, de descanso y de sueño en cantidad suficiente. Es el adulto el que tiene la obligación y le debe proporcionar la seguridad de sus necesidades básicas (cerebro primitivo), además del cuidado afectivo necesario (cerebro emocional), ya que, sin ello, no podrá desarrollar las competencias intelectuales necesarias (cerebro cognitivo). El abandono, los abusos y otras formas de maltrato tienen serias consecuencias negativas para el desarrollo cerebral del niño y posteriormente dejan improntas psicológicas difíciles de superar.
Los niños que tienen unos vínculos afectivos seguros funcionan mejor en la escuela, y su rendimiento cognitivo es superior en todos los aspectos. Consiguen más logros y además pueden entablar una mejor relación con los compañeros.
La primera infancia es en realidad la base de la salud mental. Por eso es imprescindible que atendamos mucho más a lo que está sucediendo durante ese periodo. La mejor manera de abordar precozmente las enfermedades mentales en la etapa adulta es ocuparnos de nuestros bebés.